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El Concilio Vaticano fue el vigésimo primer concilio ecuménico de la Iglesia Católica. La intención al convocarlo era que, la Iglesia fuera iluminada “por la luz de este Concilio, para crecer en espirituales riquezas y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías, mirará intrépida a lo futuro. En efecto; con oportunas “actualizaciones” y con un prudente ordenamiento de mutua colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las familias, los pueblos vuelvan realmente su espíritu hacia las cosas celestiales”.
El Concilio se proponía acercar a la Iglesia al mundo moderno. Para facilitar ese objetivo se introdujeron cambios en la liturgia, cuyas bases constan en la Constitución “Sacrosantum Concilium”, promulgada el día 4 de diciembre de 1963. (www.vatican.va). En dicho documento se indica que, “este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular proveer a la reforma y al fomento de la Liturgia”.
En palabras de la Constitución referida, “(…) Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno” (punto 7 CSC).
Particular atención se puso por los padres conciliares en facilitar el acercamiento del pueblo de Dios a la celebración de la Santa Misa, la que debe ser el centro y raíz de la vida cristiana. Como lo puntualiza la Constitución “Sacrosantum Concilium”:
“48. Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”. Luego, en el punto 56 se indica: “56. Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto. Por esto, el Sagrado Sínodo exhorta vehemente a los pastores de almas para que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la participación en toda la misa, sobre todo los domingos y fiestas de precepto”.
Los cambios introducidos deberían llevarnos a valorar, de mejor forma, este regalo que es poder asistir a Misa. Por el contrario, sería un indicio de tibieza espiritual -que anuncia una catástrofe en la espiritual- dejar de asistir (cuando no hay razón que lo justifique) o comenzar con regateos mezquinos acerca de si es obligación ir a Misa, o de sí la Misa de funeral del miércoles de mi tía Marita me sirve como “de domingo”, entre otras tantas excusas que se inventan en esta materia.
Fundamentalmente por falta de formación, actualmente muchos católicos no comprenden que la Misa es un regalo que Dios nos da y que en el Sacramento de la Eucaristía Dios se nos permite recibir al mismo Cristo, que está allí realmente presente.
La enseñanza católica sobre la Eucaristía nos diferencia profundamente del mundo evangélico y protestante, que niega la presencia real de Cristo y conciben sus asambleas como simples memoriales de algo que ocurrió hace dos mil años.
Como lo explica la Constitución “Sacrosantum Concilium”, “Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera” (punto 47).
En la Santa Misa estamos frente a lo más grande en que podemos participar en la tierra, y que retrata de manera hermosa esta canción que hemos entonado más de una vez:
“Jesús, aquí presente en forma real
te pido un poco más de fe y de humildad
y así poder ser digno de compartir
contigo el milagro más grande de amor.
Milagro de amor tan infinito
en que Tú, mi Dios, te has hecho
tan pequeño y tan humilde para entrar en mí
Milagro de amor tan infinito
en que Tú, mi Dios, te olvidas
de tu gloria y de tu majestad por mí.
Y hoy vengo lleno de alegría
a recibirte en esta eucaristía.
Te doy gracias por llamarme a esta cena,
porque aunque no soy digno visitas Tú mi alma.
Milagro de amor tan infinito
en que Tú, mi Dios, te has hecho
tan pequeño y tan humilde para entrar en mí
Milagro de amor tan infinito
en que Tú, mi Dios, te olvidas
de tu gloria y de tu majestad por mí.
Gracias, señor, por esta comunión".
Crodegango.