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Nunca será una pérdida de tiempo reflexionar sobre nuestro destino final y examinar cómo nos estamos preparando para ello.
El cristiano sabe que es hijo de Dios, que su creación procede de un acto de amor previsto desde siempre por Dios y que su destino final es el cielo. Todo cristiano es consciente (o debería serlo) que la vida no termina con la muerte corporal, sólo se transforma. Nos debe dar esperanza la enseñanza de Jesucristo cuando indicó que Dios “no es Dios de muertos sino de vivos” (Lc 20,38).
En el Catecismo de la Iglesia Católica se nos recuerda que:
1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
«A la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57).
Existe un profundo contraste entre la respuesta cristiana y la que balbucea el neopaganismo, que ve la vida como un fenómeno meramente biológico, donde la muerte sólo nos deposita en el sepulcro que nos cobijará.
El cristiano, en cambio, debe pensar y asumir la muerte como el acontecimiento más relevante que nos queda pendiente. Como se trata de algo inevitable, su preparación es algo natural para cualquier persona racional y prudente.
Nuestro deber es cultivar la semilla de eternidad puesta por el Creador en nuestra vida, para aspirar a participar con nuestros hermanos los santos, que con gozo celebramos y a los que nos encomendamos. En la Regla de San Benito se dan varios consejos sobre este tema, al indicar los instrumentos de las buenas obras, aconseja: "44 Temer el día del juicio, 45 sentir terror del infierno, 46 desear la vida eterna con la mayor avidez espiritual, 47 tener la muerte presente ante los ojos cada día. 48 Velar a toda hora sobre las acciones de su vida".
En palabras de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano”.
La Iglesia, transmitiendo el mensaje de la Revelación divina, nos recuerda que “el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado” (G et S).
Cualquiera que sea nuestra condición, todos tenemos que prepararnos para alcanzar una buena muerte. Por lo mismo, no tengamos miedo a preguntarnos: ¿A dónde me iré si me muero hoy? ¿Estoy en estado de gracia? ¿Cuándo fue la última vez que me confesé? ¿Quiero, de verdad, llegar a ver el rostro de Dios?
Crodegango