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La virtud teologal de la Esperanza
El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) dice que “las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien” (nro. 1804). Este tema es estudiado ya desde tiempos antiguos, especialmente por los griegos. Unos de sus maestros más conocidos, Aristóteles, en su libro Ética a Nicómaco dirá que las virtudes son “modos de ser” (1106a, 10), y aclara: “la virtud será también el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia” (1106a, 20).
En otro lugar de esa obra ofrece una aclaración interesante sobre la virtud como punto o término medio entre un exceso y un defecto: “en la virtud… hay exceso, defecto y término medio. Por ejemplo ?explicaba el filósofo? cuando tenemos las pasiones de temor, osadía, apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en general, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si tenemos estas pasiones cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por el motivo y la manera que se debe, entonces hay un término medio y excelente; y en ello radica, precisamente, la virtud” (1106b, 20).
Entrando ya en materia, debemos recordar que “las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano” (CIC, nro. 1813). Como sabemos, hay tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Todas han sido muy estudiadas, pero nos ha parecido aquí que hay que tratar de profundizar más en la virtud de la esperanza porque a veces se presenta descrita con aquella trillada expresión “la esperanza es lo último que se pierde”, enunciado que nos parece negativo y que no da a conocer el verdadero sentido y las exigencias de esta virtud para un cristiano.
¿Cómo definimos la Esperanza?
“La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos como felicidad el reino de los cielos y la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo” (CIC, 1817). Y nos dirá el Papa Francisco en una Audiencia General del pasado 08 de mayo de 2024: “la esperanza es la respuesta que se ofrece a nuestro corazón, cuando surge en nosotros la pregunta absoluta: «¿Qué será de mí? ¿Cuál es el destino del viaje? ¿Cuál es el destino del mundo?»”. Podemos tener virtudes, ser mujeres y hombres con virtudes, pero sin sentido, sin esperanza, somos nada. Lo vuelve a expresar el Papa en la audiencia citada: “si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, sólo cabría concluir que la virtud es un esfuerzo inútil. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, también el presente se hace vivible», decía Benedicto XVI (Carta encíclica Spe salvi, 2)”.
Es la anterior una buena aclaración sobre la esperanza. No podemos vivir las virtudes actuales con las que tratamos de luchar diariamente y tratar de ser buenas personas y cristianos coherentes, si no sustentamos dicha lucha en la virtud de la esperanza. Es la espera de algo lo que nos motiva a luchar, es la visión de un horizonte futuro la que nos atrae y nos guía y la que da sentido a todo lo que hacemos. La esperanza es una motivación trascendente, que nos hace movernos hacia adelante, a pesar de los problemas y dificultades.
¿Cómo vivimos la esperanza?
Una luz de cómo vivir la esperanza nos la ofrece el Catecismo: “la esperanza es la virtud teologal por la que deseamos como felicidad el reino de los cielos y la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo” (nro. 1817).
Acabamos de ver las Olimpíadas de París 2024. Allí, los deportistas y atletas soñaron con una medalla. La pregunta que podemos hacernos como cristianos es: ¿cuál es nuestra medalla? ¿qué medalla debemos buscar? Y la respuesta es inmediata según lo visto hasta aquí: El Cielo. Los cristianos somos deportistas y atletas que deseamos alcanzar la medalla del Cielo, de la Patria Celestial, de la Eternidad. En la película El Gladiador, el protagonista, un general con mucha autoridad moral llamado Máximo Décimo Meridio (protagonizado por Russell Crowe) quien tiene que entrar en una dura batalla dirigiendo la caballería, reúne previamente a sus hombres y les da un discurso motivacional el cual cierra con esta frase: “Hermanos: lo que hacemos en la vida tiene su eco en la Eternidad…”. Estas palabras de este general romano no son casualidad. En el mundo antiguo tanto romano como griego este asunto estaba bastante claro, pues había una natural percepción sobre la existencia y necesidad de una vida distinta después de la vida actual, que daba sentido a todo lo que se hacía.
La esperanza cristiana se alimenta en nuestra fe en el Cielo. Incluso, podemos decir que “es certísimo que para el cristiano que sufre, la esperanza del cielo resulta un manantial inagotable de paciencia y de energía”[1]. Será San Pablo uno de los apóstoles de la época de Jesús que más hablará con clara insistencia del Cielo. En la Segunda Carta a los Corintios expresará: “porque la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente, ya que nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son pasajeras, y en cambio las invisibles, eternas” (Corintios II, 4, 17). Y en la primera a los Tesalonicenses insistirá: “el Señor mismo descenderá del cielo, y resucitarán en primer lugar los que murieron en Cristo; después, nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados a las nubes junto a ellos al encuentro del Señor en los aires, de modo que, en adelante estemos siempre con el Señor. Por tanto, animaos mutuamente con estas palabras” (Tesalonicenses I, 4, 16-17). ¿Qué son esas “nubes”, qué es esa “gloria eterna”, qué es ese “aire”, ese “cielo” de San Pablo?
Miremos lo que nos dice el Catecismo respecto de este tema, pues así podemos saborear explicaciones que nos pueden dar justamente eso, esperanza para vivir, esperanza para seguir luchando, esperanza para seguir teniendo paciencia, para seguir perdonando, amando y sirviendo. Dirá el Catecismo: “vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17): «Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121)” (CIC, nro. 1025). Qué bello es saber que nuestra identidad de cristianos está en la posesión del Cielo. Es allí donde alcanzaremos la plenitud de nuestras vidas.
Luego, más adelante, declara el Catecismo que “la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él” (CIC, nro. 1026). No deja de ser consolador que en el Cielo seremos una comunidad de personas conocidas. Nos encontraremos con nuestros ancestros y amigos, familiares y hasta con otros que nunca hubiésemos maginado encontrar, como, por ejemplo, los santos a quienes tantas veces y ocasiones suplicamos su intercesión.
Pero a la vez, el Cielo será algo tan especial, que el Catecismo revela que “este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9)” (CIC, nro. 1027).
En resumen, la esperanza está fundada en el alcance de la felicidad del Cielo, en el alcance de la otra vida, en el alcance de una vida que no muere, sino que se transforma. De una vida que será eterna, de una vida en la que podremos ver a la Santísima Trinidad cara a cara y para siempre, para siempre, para siempre…
Exigencias de la esperanza para alcanzar el Cielo[2]
La acción de la esperanza cristiana procede de la seguridad de sentirme hijo de Dios. El cristiano no deja nunca de esperar porque se da cuenta de que el sacrificio redentor del Hijo puede vencer en cualquier momento de la historia todas las sombras del pecado y transformar al hombre, hacerle fuerte, fiel y amoroso. Pero esperar exige ciertas actitudes y disposiciones en el cristiano.
La primera de estas disposiciones es saber y aceptar que la esperanza es incompatible con la pasividad y la evasión. Por eso decíamos más arriba que la esperanza no es lo último que se pierde. Ese es el camino que confunde esperanza con comodidad. Esa visión pasiva pretende que Dios se encargue de resolver todos los problemas que afligen al hombre. La vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. La esperanza no es incompatible, por tanto, con el esfuerzo inteligente, solidario, realista, adecuado a una concreta situación histórica del cristiano, por tanto, hay que poner los medios humanos para resolver nuestros problemas: en la familia, en el trabajo, con los hijos, los nietos, los amigos, las enfermedades, las limitaciones, los conflictos, etc.
La segunda disposición es saber también que es manifestación clara de la esperanza la lucha ascética. Cultivar la esperanza significa robustecer la voluntad. Por tanto: (a) sin una decidida lucha ascética, la acción de Dios en el hombre es ineficaz. Las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos; y (b) la lucha ascética, con su característico comenzar y recomenzar, tan familiar a la virtud de la esperanza, se traduce en humildad, en conversión y en penitencia. Por tanto, hay que ir adelante a pesar de los traspiés, comenzando y recomenzando con tenacidad, porque precisamente los momentos en que parece que las victorias no llegan y se retrocede en la vida espiritual presentan una singular oportunidad de ejercer la virtud de la esperanza. De ahí que un aspecto central de la lucha cristiana es la conversión, la penitencia y consecuentemente la recepción asidua del sacramento de la confesión.
Esperanza y paciencia
El Papa Francisco, dirá en la ya comentada audiencia del pasado 08 de mayo: “El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana. El mundo necesita esperanza, como necesita paciencia, virtud que va de la mano de la esperanza. Los hombres pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y querrían todo y todo ya, la paciencia tiene la capacidad de esperar. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, los que están animados por la esperanza y son pacientes son capaces de atravesar las noches más oscuras. Esperanza y paciencia van unidas”.
Será santa Teresa de Ávila quien nos deje esta maravillosa poesía dedicada a la paciencia[3]:
Nada te turbe, nada te espante;
todo se pasa, Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le falta.
Sólo Dios basta.
Paciencia y esperanza, por tanto, caminan una al lado de la otra. Un elemento de la paciencia, es saber “resistir” pero con ánimo alegre y optimista. Podemos decir que ambas virtudes son la principal arma y defensa de un cristiano en su diario vivir y transitar por la vida. En el capítulo 21, versículo 19 de San Lucas, dirá Jesús: “con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas”. En otras traducciones dice “salvarán sus vidas”. En efecto, el crecimiento interior, el avance en las virtudes, la lucha ascética, es un camino paciente y siempre lleno de esperanza que culmina con nuestra salvación para unirnos eternamente a Dios en el Cielo como hemos comentado.
Conclusión
Concluyo que la mayor manifestación de verdadera esperanza es nuestro continuo amor a Jesucristo. Nuestro amor por identificarnos con su doctrina, su evangelio, su vida. Cuenta el Evangelio que una vez un grupo de sus discípulos no lo entendieron y decidieron abandonarle de manera abrupta. Y “Jesús dijo entonces a los doce ¿También ustedes quieren marcharse? Le respondió Simón Pedro: Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6, 67-69). Esa es la esperanza que siempre debemos tener.
El 20 de junio de 2020, el Papa Francisco a través de una Carta del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, incorporó formalmente tres nuevas letanías en el rezo del San Rosario. Una de estas fue Reina de la Esperanza. “Sabemos por el Evangelio ?dice esta carta? que los discípulos de Jesús aprendieron, desde el principio, a alabar a la «bendita entre las mujeres» y a contar con su intercesión maternal” [4]. Eso también queremos hacer nosotros, alabar a nuestra Señora como Reina de la Esperanza y pedirle que interceda por nosotros para que se nos enraíce, mantenga y aumente la esperanza en nuestros corazones y en nuestras vidas.
Autor: Nepomuceno
[1] Georges Chevrot, Las Bienaventuranzas, Ediciones Rialp, Madrid, 2006, p.131.
[2] Este acápite está inspirado en el artículo “La virtud de la esperanza y la ascética cristiana en algunos escritos de San Josemaría” de Paul O´Callaghan, de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, publicado en "Romana" nº 23 (1996).
[3] Santa Teresa. Obras completas. Editorial Monte Carmelo. 2017.
[4] Carta del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos a los presidentes de las Conferencias Episcopales sobre las invocaciones "Mater misericordiae", "Mater spei" y "Solacium migrantium" que se incluirán en las letanías lauretanas. 20 de junio de 2020.