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Como se explicaba en las editoriales anteriores, la Iglesia Católica en Chile ha contado con un trabajo misionero ininterrumpido y fecundo, que no ha cesado nunca y durará hasta el final de los tiempos.
Dentro de los que han cumplido el encargo de Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15), a la cabeza se encuentran nuestros dos santos canonizados: Santa Teresa de los Andes (1900-1920) y San Alberto Hurtado S.J. (1901-1952).
La primera tiene el honor de ser la primera chilena y la primera Carmelita americana canonizada, uniéndose a otras santas de esa orden como Teresa de Ávila y Teresita de Lisieux.
El Padre Hurtado, por su lado, conforma la lista de los 53 santos de la Compañía de Jesús, que incluyen, entre otros, a San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Luis Gonzaga.
Como lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica, “al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores”. “Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia”. En efecto, “la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (CIC 828).
En el caso de nuestra primera santa, fue llamada a la vida contemplativa, que se caracteriza por manifestar su amor a Dios y al prójimo a través de la oración y de la penitencia. Con la oración elevaban su alma al Padre Celestial y también hacen peticiones de los bienes convenientes para toda la humanidad. Con la penitencia ayudan a reparar las ofensas a Dios. Como lo puntualiza el Catecismo de la Iglesia: “(…) la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores “el saco y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18) (CIC1430). “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4)”. (CIC 1431).
Como suele ocurrir en todo proceso de discernimiento de entrega a Dios, esta notable joven chilena no estuvo exenta de las legítimas y necesarias interrogantes vocacionales. Esto se aprecia muy bien en una hermosa carta que le escribe a una amiga, cuando señala:
“Querida Chelita:
El otro día no te lo dije, porque me daba vergüenza y no podía, pero me decidí a decírtelo, y es que yo tengo inclinación para hacerme carmelita. Me encantan; pero no sé si seré monja. Si soy, seré carmelita. Tengo tantas dudas como tú no te imaginas. Ayúdame tú, por favor. Dame a conocer la Regla de las carmelitas.
Yo sé perfectamente que soy muy mala, que no merezco esta gracia tan grande (el que Nuestro Señor me elija por esposa). Soy tan indigna… Me ha llenado de gracias, y yo he sido muy ingrata. Tú me pides consejos a mí, y yo los necesito más que tú. A mí me pasa que veo que todo lo del mundo es vanidad; que la felicidad que podemos encontrar aquí en la tierra está en servir a Dios; pero yo no sé si tendré vocación. A mí me encanta rezar. Quisiera que mi vida fuera una continua oración, porque ella es la conversación que tenemos con Dios.
Ayúdame, por favor, a ser buena. Dime tú lo que te propones hacer en el mes del Sdo. Corazón. Preguntémosle a Jesusito qué piensa de nosotras. Consagrémonos a Él. Démosle nuestro corazón, nuestra libertad y todo lo que tenemos. Le gusta mucho a Nuestro Señor morar en nuestra alma. Ofrezcámosela para que viva en ella. Entonces los momentos en que no tengamos que estudiar, hagámosle compañía ofreciéndole nuestro amor, consolándolo y reparando nuestros pecados y los del prójimo.
Por favor, te ruego, que me digas mis defectos: los que tú veas porque yo me tengo compasión y no me los echo en cara lo bastante. Soy muy orgullosa y quiero ser humilde. Ayúdame tú. Y soy rabiosa. Me impaciento por todo. Así, cuando tú veas la menor señal, avísame, te lo ruego”.
Como lo ha declarado solemnemente la Iglesia, esta joven chilena hoy forma parte de la Iglesia Triunfante y desde allí sigue su vida contemplativa, sirviendo a su patria y la humanidad entera.
Pidamos a Santa Teresa de los Andes que ayude a nuestros jóvenes a descubrir la grandeza de la vida contemplativa, como medio para cumplir con el encargo de “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”.
Crodegango