|
A paso veloz avanza el proyecto de ley para permitir el matrimonio de parejas del mismo sexo y regular los derechos y obligaciones que adquirirán quienes opten por celebrarlo. Dentro de los cambios que incluye este cambio en el derecho de familia se considera la posibilidad de la adopción de niños por estas parejas.
Las razones invocadas para justificar esta novedad aluden a la necesidad de “reparar una deuda histórica con las comunidades LGTB”; “dar un salto civilizatorio y de dignidad”; “prohibir toda forma de discriminación”; “reconocer el derecho al matrimonio a todos los tipos de amores”.
La propuesta legislativa es culturalmente radical, atendido que busca eliminar un requisito de existencia del matrimonio, como es la diferencia entre hombre y mujer para su celebración.
Las consecuencias que esto provocará obligan a recordar el adagio latino: Parvus error in principio magnus est in fine; un pequeño error en el principio al final se vuelve grande. Es decir, si partimos de una idea equivocada, por pequeña que sea, las consecuencias suelen ser funestas. El error en este caso proviene de una falsa comprensión del matrimonio, que es una institución que tiene fines que sólo se consiguen cuando una mujer y un varón deciden unir sus vidas a través de la unión conyugal. Para que exista el matrimonio es una condición elemental la unión de dos personas: un hombre y una mujer, sin que ello, se pueda calificar de algo arbitrario o injusto, por varias razones.
Primero. La distinción entre lo masculino y lo femenino pertenece al orden de la creación. Ya Aristóteles manifestaba que, “entendemos por macho el ser que engendra en otro y por hembra el ser que engendra en sí” (Aristóteles, De la generación de los animales, I, 716ª). Es la complementación del ser varón y del ser mujer lo que permite la generación de la vida, como un don de Dios. Como la unión de seres del mismo sexo es un acto infecundo -que también ofende gravemente a Dios-, nunca podrá satisfacer la procreación, que es uno de los fines del matrimonio. Dicho de otra forma, es el amor conyugal entre el hombre y la mujer lo que da al matrimonio una especificidad que no puede estar presente en las relaciones donde desaparece lo masculino y lo femenino.
Segundo. Nadie discrimina si defiende el matrimonio entre un hombre y una mujer, atendido que no es injusto negar lo que no se le debe o no le pertenece a alguien. La justicia como virtud moral obliga a obrar y juzgar respetando la verdad y dar a cada uno lo que le corresponde. En el caso de las personas del mismo sexo, el matrimonio no es algo que les sea debido o que se les desconozca arbitrariamente. Lo mismo acontece con su reclamo a tener hijos a través de la adopción (o mediante otras formas, como el arrendamiento de vientres). Como estas personas han optado por relaciones sexuales que son objetivamente infecundas resulta extravagante que se admita la posibilidad de “tener hijos”.
Tercero. La ley de matrimonio igualitario es un acto de poder que intenta prescindir de una realidad indesmentible. Es obvio decirlo, pero la existencia de lo masculino-femenino no desaparece por el querer de una mayoría parlamentaria circunstancial. Sólo la dictadura del relativismo, que se empeña en contrariar que Dios ha creado hombre y mujer, explica el error de querer extender el estatuto del matrimonio a una relación que nunca lo será, olvidando que, “lo que es, es y lo que no es, no es”.
Esta legislación es una nueva muestra del retroceso cultural y de decadencia en que nos encontramos, y que no puede dejar indiferente a nadie. Los cristianos tenemos un ideal de familia y al mismo tiempo, estamos obligados a denunciar los errores que afectan al conjunto de la sociedad, especialmente, cuando se busca afectar el derecho de los niños, que quedarán indefensos frente a este nuevo experimento social que comienza a emerger en Chile.
Como se anticipaba, los menores quedarán en condiciones de ser objeto de una adopción homoparental, como otra consecuencia de la igualación de derechos entre las parejas heterosexuales y las homosexuales. Es una obviedad, pero nadie puede cuestionar que a todo niño se le debe asegurar siempre el mayor grado de estabilidad emocional y que nadie puede usarlos como conejos de un experimento social.
En el caso de los menores susceptibles de adopción esta meta se hace todavía más imperiosa, atendido el dolor que los acompaña por su abandono de origen. Es un acto de elemental justicia reconocer que el Estado debe procurar a todo menor susceptible de adopción una filiación que les permita tener papá y mamá. No papá-papá o mamá-mamá.
Las leyes de la biología indican que la generación de un ser humano proviene de la fecundación de dos células, una masculina -llamada espermio- y otra femenina, llamada óvulo. Ese simple hecho es indiciario que todo niño tiene siempre biológicamente un papá y una mamá. Sostener lo contrario no pasa de asumir un postulado ideológico, que contrario a la realidad más elemental.
Ese hecho natural además se ve ratificado por los usos lingüístico en prácticamente todos los idiomas, donde se aprecia nítidamente que los niños llaman a sus progenitores con voces distintas. Papa, en español; en Albanés, baba; en Alemán, Papa; en Croata, tata; en Euskera, aita; en Italiano, papà; en Sueco, dad; y en muchos más. En cambio es una persona diferente lo que el español llama mamá; en Albanés, momo; en Alemán, Mama; en Croata, mama; en Euskera, ama; en Italiano, mamma; en Sueco, mamma. En consecuencia, no es arbitrario que el sistema jurídico asegure que todo niño sea socializado en lo que naturalmente le pertenece.
Por otro lado, es razonable admitir que los niños que sean adoptados por personas del mismo sexo tendrán que dar explicaciones sobre las razones porque no tienen papá y mamá. No se visualiza qué derecho tiene una mayoría parlamentaria circunstancial para agregar otra carga emocional a la complejidad de la vida de los menores que tendrán que explicar su particular filiación de tener papá-papá o mamá-mamá.
A lo anterior se suma un problema para los mimos homosexuales, que seguramente nadie se los ha advertido. Es un dato duro que los hijos adoptados, en los momentos difíciles que surgen en toda convivencia familiar, espeten a sus padres adoptivos heterosexuales: “tú no eres mi papá”, “tú no eres mi mamá”. Esa es la principal arma arrojadiza de la vida cotidiana de los que tienen hijos adoptivos. Ahora, cuando ese niño entre a la adolescencia, su condición de haber sido adoptado en una familia homoparental puede dar motivo extra para aumentar su rebeldía que puede culminar en drogas, cuando no en un horrible suicidio ¿Quién se hará responsable de este experimento social al que la consideración por los Derechos Humanos indica no conviene someter a un niño?
Pidamos a Santa María su protección, para que nuestras leyes no cometan injusticias, especialmente con los niños que no se pueden defender.
Crodegango