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De manera gradual e imperceptible este cambio ha modificado nuestras vidas. Hoy todos nos valemos de instrumentos que facilitan nuestras tareas cotidianas y es impensable vivir al margen del mundo digital.
Esta revolución tecnológica comenzó hace relativamente hace poco. Recordemos algunos hitos. En diciembre de 1990 el ingeniero informático inglés, Tim Berners-Lee inauguró la Word Wide Web y a partir de ese hecho contamos con un sistema de búsqueda de la información disponible en internet, que nos abre a un mundo de conocimiento impresionante (los sitios web actualmente activos se calcula llegan a los 189 millones). En 1994 se lanza el primer smartphone o teléfono móvil con funciones poco tradicionales para lo que hasta ese momento se entendía debía tener un teléfono. En el mismo año, Sony lanza su consola Play Station y a partir de allí los niños juegan y se interrelacionan de otra forma.
Es un hecho que el uso de estas tecnologías ha llevado a una nueva forma de interrelación humana, donde no es necesaria la presencia física para poder participar y estar conectados en red pasando a generar relaciones virtuales.
Nadie puede desconocer los múltiples aspectos positivos que tiene esta realidad tecnológica, que ha mejorado la calidad de vida de muchos. Sin embargo, también esta realidad obliga a examinar sobre los efectos que puede producir en el plano espiritual y religioso. Los cristianos tenemos que estar atentos siempre a saber relacionarnos correctamente con todos los cambios tecnológicos. El problema no es nuevo y se vincula con la relación que el desarrollo de la técnica ha producido siempre en la vida del hombre.
Sin agotar todas las posibilidades, el principal riesgo que esta situación presenta proviene que no seamos capaces de advertir que estos medios no son un fin en sí mismo. Su uso se debe ajustar a la sabiduría cristiana, que obliga a jerarquizar, para no caer en una deshumanización tecnológica, que termine ahogando lo espiritual.
Los riesgos de esta nueva esclavitud se aprecian en cuestiones concretas.
En primer lugar, en el ensimismamiento, que no me permite compartir adecuadamente con mi entorno. Si la utilización de estos medios ha aumentado mis conductas egoístas en el uso de mi tiempo, claramente ello no es un buen indicio. Junto a lo anterior, también se suman ciertas formas de comportamiento urbano que revelan un trato poco afectuoso a mi prójimo, especialmente cuando me habla y yo sigo manipulando el teléfono celular, demostrándole en su cara que me importa poco su presencia. Da la impresión que a muchos solo le interesa interactuar con su pantalla.
En segundo lugar, el estrechamiento a lo meramente contingente, cerrando paso a todo lo espiritual. La utilización inadecuada de estos medios amenaza con generar en mi conducta una dispersión automática. Corremos el riesgo de estar al día de cuanto conflicto está desatado en las redes sociales, participando en mucho de ellos como cómplices pasivos de estos verdaderos linchamientos virtuales.
El tercer lugar, podemos caer en un empobrecimiento cultural severo. La cantidad de horas ante la pantalla no es sinónimo de aprendizaje. Esto se aprecia especialmente en los niños de esta generación, que están exhibiendo un lenguaje pobre, especialmente cuando en su entorno optan por pasarles una pantalla y no por hablarles. La falta de lectura de los infantil terminará por pasar la cuenta en su imaginación y en desarrollo cognitivo (Un mayor desarrollo del tema, DESMURGET. Michel, La fábrica de cretinos digitales, Ariel, 2019). Esta falta de capacidad lectora está siendo uno de los escollos que esta generación de la era virtual debe enfrentar, especialmente, cuando entrar a estudios superiores. Las horas de pantalla prácticamente ha incapacitado a varios para leer con rigor un libro.
Cuarto, también el exceso en la utilización de la tecnología puede contribuir a problemas de salud, especialmente en trastornos del sueño. A lo anterior se suma las conductas antisociales que fomentan muchos video juegos, donde se hace participar a los menores y adolescentes de guerras virtuales, habituándolos al uso de armas de guerra sin reparar que terminan aceptando la violencia como algo banal.
La existencia de esta realidad nos obliga a examinar si mi vida espiritual y la de mi entorno está siendo amenazada por el uso de la tecnología, que podría estar contribuyendo a llevar una vida superficial, donde carecemos de toda profundidad o sustancia. En este estado quedamos sometidos a las opiniones de terceros que nos indican lo que tenemos que hacer o decir, siendo yo un simple ejecutor de lo que se me indica por las redes sociales.
También la pérdida de tiempo puede llevar al estado de ignorancia. En vez de profundizar en temas que eleven mi espíritu, al nivel que me exige mi condición intelectual, me quedo con los que “dicen en redes sociales”. De este modo se acrecienta mi analfabetismo, cultural y religioso, facilitando maneras de actuar inconsistente con las creencias que digo profesar.
Como se puede apreciar, los católicos estamos frente a un desafío relevante frente al uso de las tecnologías de la información y la comunicación. Debemos esforzarnos por utilizarlas también para poder mejorar nuestra vida de oración. Dios siempre nos quiere hablar, pero no al celular. Justamente es todo lo contrario, debo buscar el recogimiento interior y exterior para hacer oración.
De igual forma, tenemos que recuperar la asistencia a la Santa Misa. La posibilidad que hemos tenido de usar las plataformas virtuales durante la pandemia no reemplaza el encuentro personal con Cristo, que sabemos está verdaderamente presente en la eucaristía.
Crodegango