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El revolucionario es una persona que participa activamente en una revolución, política, social, económica o moral, o de todas las anteriores. El que busca ser santo, en cambio, es aquel que ha optado por modelo de perfección humana que sirve de referencia a los creyentes y a todo hombre de buena voluntad. En la vida cristiana los santos ocupan un lugar muy relevante porque han imitado ejemplarmente a Jesús, y su vida sirve de modelo a otros.
En el caso del revolucionario, su ideal de vida depende de quién lo inspire. Si su modelo se fundamenta en alguna de las diversas ideologías ateas existentes, abogará para que ellas se hagan realidad en la sociedad que quiere cambiar. El que se ha propuesto ser santo, en cambio, ha optado por transformar el mundo, pero a partir de la caridad. A través de esta virtud se propone dar un combate para perfeccionar la facultad humana de amar a Dios y al prójimo. Esta intensa lucha la debe dar hasta el final de sus días, puesto que la capacidad de amar siempre se puede aumentar.
El revolucionario ateo no se inspira precisamente en el amor a Dios o caridad. Por el contrario, busca empecinadamente organizar la sociedad con prescindencia de las leyes dadas por el Creador. Como no ama ni respeta a Dios, tampoco ama a las creaturas ni las respeta. Esto explica que las ideologías revolucionarias necesiten normalmente fabricar enemigos a los que se ordena odiar por su condición de “pequeños burgueses”, “enemigos del pueblo”, “reaccionarios”, “ultra conservadores”, “hetero-patriarcales”, “fanáticos religiosos”, “integristas”, “retrógrados”, “cavernarios”, etc. Normalmente el revolucionario se pone en un plano de superioridad moral y se auto atribuye la facultad para dar y quitar las credenciales de legitimidad, según el signo que inspire su revolución. El que se ha propuesto ser santo, en cambio, lucha por tratar a todos como hijos de Dios, atendido que lo interpela el mandato del Señor: “Amaos los unos a los otros”. Sabe que debe amar a sus enemigos.
La descripción anterior no es teórica. Existen buenos ejemplos de católicos que, en épocas recientes, han demostrado la diferencia que existe entre el que busca ser santo y el revolucionario ateo. Entre otros es imperdible el relato de Dieder Rance en el libro “La gran prueba” (Madrid: Arcaduz, 2016); allí se recoge una reseña de varios testigos de la fe en la Europa del Este, que soportaron el yugo comunista que, durante décadas, persiguió a los cristianos que quedaron detrás de la “cortina de hierro”. Miembros del clero, religiosos o religiosas y laicos fueron cruelmente torturados, encarcelados y en muchos casos muertos simplemente por ser consecuentes con su fe y oponerse al ateísmo marxista. Las historias del padre Anton Luli (en Albania), de Kazimierz Swlatek (en Bielorrusia) o de Gavril Belovejdov (en Bulgaria) son conmovedoras y revelan que no fue una exageración lo manifestado en la Encíclica Divini Redemptoris, (dada el 19 de marzo de 1937), al calificar al comunismo como “intrínsecamente malo”. Conviene recordar la advertencia del Papa Pío XI: “Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista” (Nº 60).
También existen diferencias entre el que quiere ser santo y el revolucionario ateo en la forma como se conciben las reglas morales. En el caso del revolucionario ateo esto se refleja en las propuestas de legislación para autorizar el aborto, la legalización de las drogas y en la aceptación de toda forma de familia, aunque ella prescinda del hecho revelado que Dios creó “hombre y mujer”. En cambio, el que busca ser santo sabe que existen reglas que actúan como límites objetivos que obligan llamar al bien, bien y al mal, mal.
Como el revolucionario está empeñado en anular la moral, para instalar la dictadura del relativismo, se niega a llamar las cosas por su nombre, atendido que su ideología lo obliga a renunciar a buscar la verdad. Su afinidad con la mentira es connatural si ella es necesaria para conseguir su fin revolucionario. Esto explica, entre otras manifestaciones, que para el revolucionario ateo la violencia es o no condenable según si es funcional a su postura. En cambio, el que quiere ser santo está obligado moralmente a rechazar toda forma de violencia. Como sabe que cada creatura ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, no puede aceptar ningún tipo de violencia, venga de donde venga. En este punto neurálgico de comparación sobre la violencia basta preguntar al revolucionario ateo o al que quiere ser santo cómo conciben el derecho a la vida de los embriones, la eutanasia, la eugenesia y el suicido para advertir el abismo antropológico y moral que existe entre ellos. La misma pregunta se puede hacer respecto de la legalización de las drogas: si lo ve como una conducta “recreativa” y permisible “en drogas blandas” o si, por el contrario, las rechaza porque ellas denigran al ser humano y lo embrutecen hasta hacer perder la libertad.
Desde otro punto de vista, la diferencia entre el que aspira a ser santo y el revolucionario ateo radica en la degradación progresiva y constante de la idea de Dios. El revolucionario ateo se empeña por organizar una sociedad sin Dios. No debe extrañar que bajo la bandera del ateísmo normalmente se inicien persecuciones religiosas y el intento de eliminar todo símbolo religioso, suprimiendo la libertad de conciencia y de culto. Como el revolucionario ateo se empeña por borrar la existencia de valores absolutos, las únicas normas de conducta que acepta son las afines a su revolución. Cualquier obstáculo a su proyecto debe desaparecer, aunque ello signifique prescindir de las reglas del juego democrático y de los límites inherentes a la dignidad de la persona humana, que en la ética cristiana son el fundamento de los Derechos Humanos.
En cambio, el que ha optado por el camino de la santidad sabe que al final de sus días será juzgado por el Señor en su amor al prójimo. Si ha formado rectamente su conciencia tiene claro que Jesús le pedirá cuenta del mandato: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Es decir, tiene en vista que, en la feliz expresión de San Juan de la Cruz, al atardecer de la vida será examinado en el amor.
La historia revela que varios revolucionarios ateos pueden exhibir los frutos de sistemas de opresión que han esclavizado a millones de hombres y mujeres, en algunos casos, simplemente por predicar el buen nombre de Jesús.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a elegir siempre el camino de la santidad.
Crodegango