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La divergencia comienza por la falta de acuerdo que existe sobre que debemos entender por ciencia.
Etimológicamente ciencia proviene del latín sciencia y significa saber, conocer. La ciencia, entonces, sería el conocimiento que se tiene sobre la sustancia de algo.
Ahora, como existen una multitud de objetos de conocimiento son muchas las ciencias. Dentro de ellas existen interrelaciones y se subordinan unas a otras. Los distintos saberes demuestran que unas ciencias derivan de otras o se subordinan entre ellas.
Hay ciencias teóricas y otras especulativas. Cada una tiene su objeto de estudio y sus propios métodos.
La ciencia más relevante por su objeto de estudio es la teología o ciencia de Dios, que es Principio y Causa de todos los demás seres. El término teología se debe a los griegos y significa tratado, estudio, o discurso sobre Dios. Se trata de una actividad intelectual que todo creyente debe cultivar al nivel que le es exigible a cada uno siguiendo las exigencias propias de todo trabajo científico, que es buscar la verdad.
El saber teológico difiere de otras ciencias que buscan desentrañar los secretos profundos de la naturaleza, como se hace, por ejemplo, en el ámbito de la física, de la biología, de la química, la genética, etc. Esos saberes que actúan en el campo de lo físico o de la materia no son incompatibles con el saber teológico que se mueve en el plano de la metafísica o del deber ser de las cosas.
Es un hecho que el desarrollo moderno de las ciencias naturales ha sido uno de los factores presentes en el proceso de secularización, que ha llevado a la pérdida del sentido de lo espiritual de todo, erradicando los principios que surgen del conocimiento teológico. Cuando una ciencia que tiene como objeto el plano de lo material o físico, de lo experimental, de lo comprobable cuantitativamente, pretende suplantar los aportes de la teología es evidente que surgen conflictos, puesto que cada saber tiene su propio objeto. Como se los exponía San Juan Pablo II a un grupo de investigadores en altas energías, “la ciencia contemporánea, la vuestra, nos permite descubrir un mundo mucho más maravilloso, y nos remite aún con más fuerza al Creador, a su sabiduría, a su poder, a su misterio y al misterio del hombre a quien Dios ha dado este poder para descifrar lo que existía antes que él" (Discurso de Juan Pablo II a un grupo de médicos encargados de la investigación en altas energías, 18 de diciembre de 1982, www.vatican.va).
Algunos fomentan interesadamente una hostilidad científica contra la fe religiosa, como si fueran incompatibles. También desde la religión se incurre en el mismo exceso, como es el caso de los “creacionistas” que promueven una lectura literal de la Biblia. Otros proponen la mutua ignorancia, para reivindicar que la ciencia natural y la teología cultivan formas diversas de conocimiento que no se interfieren.
Lo razonable en este punto es un diálogo entre los distintos saberes. Cada uno debe cumplir su rol. En el caso de la teología permite advertir a los científicos sobre los límites que tiene la ciencia cuando en la búsqueda del conocimiento se pone en riesgo la dignidad y la libertad humana. Dicho de otra forma, la teología cumple con su misión cuando ayuda a comprender a los hombres mejor la creación y las leyes que sobre ella nos ha dado El Creador.
La exaltación de las ciencias con base empírica como único saber posible ha llevado a fomentar el ateísmo o el agnosticismo. De hecho, el término “agnóstico” se debe al médico y biólogo inglés Thomas Huxley (1825-1895) para referirse a la actitud que propugna una abstención de juicio respecto a todo lo que supera los límites del conocimiento científico y, por tanto, respecto de la existencia de Dios. Esta actitud vital, hoy muy extendida, en parte se debe a una opción por autolimitar la capacidad de conocimiento, como si todo lo que existe es lo que se puede comprobar con una calculadora o un microscopio en un laboratorio. La postura intelectual que se consigue con ello es pensar que Dios no tiene nada que ver con la creación. Lo anterior normalmente se debe a un profundo desconocimiento de la Sagrada Escritura y por los prejuicios que se tiene a todo lo que parezca religioso.
Como lo indicaba San Juan Pablo II, en el discurso antes citado, “el Concilio Vaticano II lo especificó de la siguiente manera: 'El hombre creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de someter la tierra a sí mismo con todo lo que contiene, y de gobernar el mundo con justicia y santidad, y así también de traer uno mismo y el universo entero volver a Dios, reconociendo en él al Creador de todas las cosas'". Y agrega: “Los cristianos ni siquiera sueñan con oponer los productos del ingenio y el poder del hombre al poder de Dios, al contrario, más bien están persuadidos de que las victorias de la humanidad son signo de la grandeza de Dios y fruto de su inefable designio. Y cuanto más crece el poder humano, más se amplía y amplía su responsabilidad individual y colectiva” ( Gaudium et Spes , 34, § 1 et 3)”.
Cuando existe buena voluntad y se actúa con rigor intelectual, la necesidad de relacionar los diversos conocimientos científicos termina por apagar cualquier increencia. Un buen ejemplo es el de Francis S. Collins (Staunton, Virginia, 14 de abril de 1950). Este genetista lideró el Proyecto Genoma; es médico de profesión y doctor en química. Fue agnóstico durante mucho tiempo hasta que con ocasión de la lectura de “Mero cristianismo” de C.S. Lewis se dio cuenta de que sus ideas contra la fe eran pueriles. Una vez hecho cristiano se ha preocupado de explicar que no existe incompatibilidad entre ciencia y religión. Ha dicho que se puede encontrar a Dios en el laboratorio de igual forma que en una catedral y que desentrañar los misterios de la naturaleza aumenta el sentido de sobrecogimiento más que eliminarlo. (Una reseña en J. Ayllón, 10 ateos cambian de autobús, editorial Palabra).
También existen casos de personas que dan testimonio de la plena coherencia que se da entre la fe y la investigación científica. Entre otros, no debemos olvidar a Gregor Mendel (1822-1884), religioso agustino que descubrió las leyes que rigen la genética. Falleció el 6 de enero de 1884 en el convento de Brno donde fue también su abad. Su aportación científica cambio el mundo.
Otro ejemplo es el de Jérome Lejeume (1926-1994), genetista francés, descubridor del “síndrome de Down”. Este científico católico, de profundas convicciones religiosas, cuyo proceso de beatificación está, desde el 5 de mayo de 2017, en la Congregación para la Causa de los Santos. Dentro de los variados testimonios de coherencia, en una ocasión fue consultado, con algún grado de malicia, si creía en los milagros. La pregunta es tramposa para un ambiente donde lo científico se reduce a datos verificables. Lejeume, con mucha sabiduría respondió que él, como científico que era creía en el primer milagro de todos, a saber, el milagro de la Creación, y con eso le era suficiente. (Una biografía, J.J. Esparza, Jerome Lejeume. Madrid: Libros Libres, 2019).
Pidamos a Santa María, que es trono de la sabiduría, que nos ayude a tener buenos científicos cristianos, que con su testimonio permitan ayudar a descubrir la grandeza de la Creación.
Crodegango.